Adeus a un dos grandes entre os grandes, a quen non lin, senón devorei, a quen me fixo lectora contumaz unha e mil veces.
Un conto de Gabriel García Márquez :
"Yo creo que todavía no es demasiado tarde para construir una utopía que nos permita compartir la tierra"
Premio Nobel:
Viendo llover en Galicia:
Mi muy viejo amigo, el pintor poeta y novelista Héctor Rojas Herazo
-a quien no veía desde hacía mucho tiempo- debió sufrir un
estremecimiento de compasión cuando me vio en Madrid abrumado por un
tumulto de fotógrafos, periodistas y solicitantes de autógrafos, y se
acercó para decirme en voz baja: "Recuerda que de vez en cuando debes
ser amable contigo mismo". En efecto, fiel a mi determinación de
complacer todas las demandas sin tomar en cuenta mi propia fatiga, hacía
ya varios meses -quizá varios años- en que no me ofrecía a mí mismo un
regalo merecido. De modo que decidí regalarme en la realidad uno de mis
sueños más antiguos: conocer Galicia.Alguien a quien le gusta comer no
puede pensar en Galicia sin pensar antes que en cualquier otra cosa en
los placeres de su cocina. "La nostalgia empieza por la comida", dijo el
che Guevara, tal vez añorando los asados astronómicos de su
tierra argentina, mientras se hablaba de asuntos de guerra en las noches
de hombres solos en la sierra Maestra. También para mí la nostalgia de
Galicia había empezado por la comida, antes de que hubiera conocido la
tierra. El caso es que mi abuela, en la casa grande de Aracataca, donde
conocí mis primeros fantasmas, tenía el exquisito oficio de panadera, y
lo practicaba aun cuando ya estaba vieja y a punto de quedarse ciega,
hasta que una crecida del río le desbarató el horno y nadie en la casa
tuvo ánimos para reconstruirlo. Pero la vocación de la abuela era tan
definida, que cuando no pudo hacer panes siguió haciendo jamones. Unos
jamones deliciosos, que, sin embargo, no nos gustaban a los niños
-porque a los niños no les gustan las novedades de los adultos-, pero el
sabor de la primera prueba se me quedó grabado para siempre en la
memoria del paladar. No volví a encontrarlo jamás en ninguno de los
muchos y diversos jamones que comí después en mis años buenos y en mis
años malos, hasta que probé por casualidad -40 años después, en
Barcelona- una rebanada inocente de lacón. Todo el alborozo, todas las
incertidumbres y toda la soledad de la infancia me volvieron de pronto
en ese sabor, que era el inconfundible de los lacones de la abuela. De
aquella experiencia surgió mi interés de descifrar su ascendencia, y
buscando la suya encontré la mía en los verdes frenéticos de mayo hasta
el mar y las lluvias feraces y los vientos eternos de los campos de
Galicia. Sólo entonces entendí de dónde había sacado la abuela aquella
credulidad que le permitía vivir en un mundo sobrenatural donde todo era
posible, donde las explicaciones racionales carecían por completo de
validez, y entendí de dónde le venía la pasión de cocinar para alimentar
a los forasteros y su costumbre de cantar todo el día. "Hay que hacer
carne y pescado porque no se sabe qué le gusta a los que vengan a
almorzar", solía decir cuando oía el silbato del tren. Murió muy vieja,
ciega, y con el sentido de la realidad trastornado por completo, hasta
el punto de que hablaba de sus recuerdos más antiguos como si estuvieran
ocurriendo en el instante, y conversaba con los muertos que había
conocido vivos en su juventud remota. Le contaba estas cosas a un amigo
gallego la semana pasada, en Santiago de Compostela, y él me dijo:
"Entonces tu abuela era gallega, sin ninguna duda, porque estaba loca".
En realidad, todos los gallegos que conozco, y los que vi ahora sin
tiempo para conocerlos, me parecen nacidos bajo el signo de Piscis.
No sé de dónde viene la vergüenza de ser turista. A muchos amigos, en
pleno frenesí turístico, les he oído decir que no quieren mezclarse con
los turistas, sin darse cuenta de que, aunque no se mezclen, ellos son
tan turistas como los otros. Yo, cuando voy a conocer algún lugar sin
disponer de mucho tiempo para ir más a fondo, asumo sin pudor mi
condición de turista. Me gusta inscribirme en esas excursiones rápidas,
en las que los guías explican todo lo que se ve por las ventanas del
autobús, a la derecha y a la izquierda, señores y señoras, entre otras
cosas porque así sé de una vez todo lo que no hay que ver después,
cuando salgo solo a conocer el lugar por mis propios medios. Sin
embargo, Santiago de Compostelano da tiempo para tantos pormenores: la
ciudad se impone de inmediato, completa y para siempre, como si se
hubiera nacido en ella. Siempre he creído, y lo sigo creyendo, que no
hay en el mundo una plaza más bella que la de Siena. La única que me ha
hecho dudar es la de Santiago de Compostela, por su equilibrio y su aire
juvenil, que no permite pensar en su edad venerable, sino que parece
construida el día anterior por alguien que hubiera perdido el sentido
del tiempo. Tal vez esta impresión no tenga su origen en la plaza misma,
sino en el hecho de estar -como toda la ciudad, hasta en sus últimos
rincones- incorporada hasta el alma a la vida cotidiana de hoy. Es una
ciudad viva, tomada por una muchedumbre de estudiantes alegres y
bulliciosos, que no le dan ni una sola tregua para envejecer. En los
muros intactos, la vegetación se abre paso por entre las grietas, en una
lucha implacable por sobrevivir al olvido, y uno se encuentra a cada
paso, como la cosa más natural del mundo, con el milagro de las piedras
florecidas.
Llovió durante tres días, pero no de un modo inclemente, sino con
intempestivos espacios de un sol radiante. Sin embargo, los amigos
gallegos no parecían ver esas pausas doradas, sino que a cada instante
nos daban excusas por la lluvia. Tal vez ni siquiera ellos eran
conscientes de que Galicía sin lluvia hubiera sido una desilusión,
porque el suyo es un país mítico -mucho más de lo que los propios
gallegos se lo imaginan-, y en los países míticos nunca sale el sol. "Si
hubieran venido la semana pasada, habrían encontrado un tiempo
estupendo", nos decían, avergonzados. "Este tiempo no corresponde a la
estación", insistían, sin acordarse de Valle-Inclán, de Rosalía de
Castro, de los poetas gallegos de siempre, en cuyos libros llueve desde
el principio de la creación y sopla un viento interminable, que es tal
vez el que siembra ese germen lunático que hace distintos y amorosos a
tantos gallegos.
Llovía en la ciudad, llovía en los campos intensos, llovía en el
paraíso lacustre de la ría de Arosa y en la ría de Vigo, y en su puente,
llovía en la plaza, impávida y casi irreal, de Cambados, y hasta en la
isla de la Toja, donde hay un hotel de otro mundo y otro tiempo, que
parece esperar a que escampe, a que cese el viento y resplandezca el sol
para empezar a vivir. Andábamos por entre esta lluvia como por un
estado de gracia, comiendo a puñados los únicos mariscos vivos que
quedan en este mundo devastado, comiendo unos pescados que siguen siendo
peces en el plato y unas ensaladas que seguían creciendo en la mesa, y
sabíamos que todo aquello estaba allí por virtud de la lluvia, que nunca
acaba de caer. Hace ahora muchos años, en un restaurante de Barcelona,
le oí hablar de la comida de Galicia al escritor Álvaro Cunqueiro, y sus
descripciones eran tan deslumbrantes que me parecieron delirios de
gallego. Desde que tengo memoria les he oído hablar de Galicia a los
gallegos de América, y siempre pensé que sus recuerdos estaban
deformados por los espejismos de la nostalgia. Hoy me acuerdo de mis 72
horas en Galicia y me pregunto si todo aquello era verdad, o si es que
yo mismo he empezado a ser víctima de los mismos desvaríos de mi abuela.
Entre gallegos -ya lo sabemos- nunca se sabe.
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