Los opositores a la oficialidad del gallego presentan su caso como defensa de la libertad individual de expresión y por las ventajas que trae la lengua imperial. No convencen.
Lo primero sería justa demanda si no fuera mentira de cosacos que en este país se fuerza a la gente a hablar en gallego contra su voluntad y gusto: no hay nadie que no pueda hacer toda su vida en castellano (como llaman a lo que en todas las partes del planeta conocen por español). El parecido genético entre los dos romances hace imposible la no comprensión del otro.
Que el español es una lengua que abre muchas puertas fuera de España es cierto, pero falso que las abra todas: en la ciencia y la investigación, por ejemplo, el hablar español ayuda tan poco a manejarse como saber gallego. Triste cosa de decir, pero los países de parla hispana no son los que cortan el bacalao en el escenario internacional. Y en todo caso, medir la importancia de una lengua por el número de hablantes es confundir cantidad con cualidad.
La doctrina asegura que las lenguas son creación espontánea del hombre y todas valen para lo mismo: representar la particular visión del mundo de un trozo de la humanidad. Por definición, ninguna supera de suyo a las demás.
Si esto es así, la nuestra viene a ser la cifra del ser gallego y por tanto patrimonio de nuestra comunidad espiritual. Protegerlo es hacer Galicia. ¡Protéjanlo!
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