llama
se encenderá
en el océano.
En el estómago de la ballena
que hospeda los mitos olvidados,
en su canto,
que conjura el retorno de los dioses.
Pero yo he escondido
unas cerillas
para amparar las llamas
de la tierra.
La voz es un lugar
oscuro
tomado por animales feroces
en los que ya nadie cree.
Para hablar
hay que escapar
del fuego de sus pupilas
y del filo de su hambre.
Para poder decir
miedo o mío
hay que imaginarlos jugando.
Los caballos
no iban a vivir tanto tiempo.
Pero encontraron ofrendas en el sueño
de los muertos.
Allí pastan, beben agua y, a veces,
se acercan
a las manos cubiertas en panela
que se abren como flores dulces a su alrededor.
Doblan el cuello y reciben la ternura
que también debió extinguirse
hace tiempo.
La noche se cerraba
en tu boca
y no había manera
de liberarla.
Nunca temí tanto
por ti, por el silencio –
en la punta
de tu lengua se apagaba
la última estrella.
Nunca he tenido algo
que decir.
La poesía es el síntoma
de mi silencio.
Algunas imágenes errantes
como los tigres
los caballos
y las piedras
flotan en el aire.
Nada de esto pesa, pasa, aplaza.
Las metáforas
no concilian la distancia poética
de dos abismos.
El mar ha muerto.
El desierto ha muerto.
Lo sé porque una vez envenené
a un caracol con sal
y burbujeaba
igual que este vertedero
de palabras.