Artigo de Xosé Manuel Pereiro hoxe en El País:
"Ahora se puede decir que vivimos en un país libre, en el que se puede hablar gallego o castellano", sentenció hace unos días, como ejemplo de las bienaventuranzas de la victoria de Feijóo, el presidente de la Diputación y del PP de Pontevedra, Rafael Louzán. Lo dijo en el castillo de Soutomaior, en el acto de despedida del veraneante ilustre que los conservadores hacen ahora a Rajoy como hacían antes a Fraga, hasta que se quedó. A Louzán se le podrá discutir cualquier cosa, excepto que conoce de sobra en qué mundo vive, así que lo que dijo hay que atribuírselo a un exceso de esa pasión tan gallega, rayana en la idolatría, de satisfacer al veraneante. Porque Louzán sabe perfectamente que el derecho a elegir idioma se conquistó con la derogación del régimen franquista, no con la del gobierno bipartito. Y también que una cosa es tener el derecho y otra ejercerlo.
Para aquellos que no tengan ese conocimiento, indiscutible y retráctil, que tiene Louzán, o no sean de aquí y puedan aprovechar que esto está en castellano, permítanme que les esboce un mapa. Monolingües en gallego en sentido estricto son ya únicamente, además de algunos bares de copas compostelanos, las pequeñas poblaciones rurales. Allí, un castellanoparlante se puede desenvolver perfectamente, como se demuestra cuando vienen los parientes emigrados. Quizás a las personas de más edad de esos territorios sociolingüísticos les cueste o les sea imposible cambiar de registro idiomático, pero no a los más jóvenes, pese a esos seres míticos -los pobres niños que sólo saben hablar gallego- en cuya existencia creen los gallegofóbicos compasivos. Monolingües en castellano son -en algunos casos incluso a su pesar- en los ámbitos urbanos, gran parte de las clases medias, la totalidad de las altas y la mayoría de los jóvenes de cualquier clase social. Irrumpir en gallego en algunos de esos ambientes va de lo impropio a lo extravagante y, en casos extremos, a lo temerario. Y desde luego, quien lo hace es porque es un paleto o es nacionalista. Por ignorancia o por provocar, vamos.
"¿Usted habla gallego porque quiere o porque se lo imponen?", le preguntó en fecha tan remota como el pasado lunes un taxista a un amigo mío, un artista muy conocido. Cuando el cliente le contestó que lo hacía voluntariamente, el chófer concluyó: "Entonces es galleguista". Usar el idioma propio de Galicia es ideológico. Usar el otro, no. Ser sorprendido hablándole por la calle en gallego a un niño pequeño suscita en algunos viandantes miradas tan reprobatorias como si, en lugar de emplear la lengua de sus ancestros, se le fuese azotando con una vara. En una actividad extraescolar he visto como un padre se dirigía a sus hijas cambiando de idioma según el volumen (en bajo en gallego, en alto en castellano). La situación es tan de libro que, como no podía ser de otra forma, afecta más a las mujeres.
Territorios bilingües, en los que predomina el gallego, pero hay un dominio funcional de ambas lenguas y a nadie extraña el registro idiomático del interlocutor ni saca conclusiones por el que tenga, son los demás. Y como la Amazonía, están en fase menguante. Cada vez más, sea en las ciudades o en las villas, en cualquier escala social, la lengua vehicular, la que se usa en el primer contacto con un desconocido, es el castellano. Si los dos interlocutores descubren que son gallegohablantes, se suelen pasar a su idioma, en algunos casos incluso con cierta complicidad. O no. Lo normal es que una dependienta atienda en español, por mucho que se la interpele en gallego y ella haya estado hablando con una compañera en la misma lengua. En una época en la que frecuenté hospitales, no dejaba de sorprenderme -relativamente- cómo la presencia de un único castellanohablante en una habitación de cuatro cambiaba el registro de los otros tres. Lo mismo pasaba, claro, ante la presencia del personal médico. En resumen, los gallegohablantes tienen más facilidad para cambiar de registro -son los realmente bilingües- y tienen que hacerlo mucho más para evitar situaciones de conflicto.
Pese a que seguramente constituya una sorpresa para aquellos que viven en un mundo impermeable al vernáculo, la mayoría de la población es gallegohablante, como aseguran las estadísticas. Así que este panorama de acoso y descrédito de la mayoría por la minoría sólo se explica porque ese teórico equilibrio oficial no es tal. "Aquí vivimos todos con un bilingüismo y una cohabitación razonablemente bien, sabiendo que iba ganando el castellano y en retroceso el gallego", dijo Pachi Vázquez en este periódico, de forma tan expresiva como semánticamente ambigua (el "razonablemente bien" ¿es complemento circunstancial de la primera frase, de la segunda, o de ambas?). O como aclaró Gloria Lago en otro, los militantes del castellano soportaban la legislación teóricamente equilibradora en la enseñanza porque no se aplicaba, hasta que se intentó hacerlo. Es decir, el derecho está ahí, y lo que ha hecho Feijóo ha sido recordar de nuevo que pretender ejercerlo puede tener consecuencias.
"Ahora se puede decir que vivimos en un país libre, en el que se puede hablar gallego o castellano", sentenció hace unos días, como ejemplo de las bienaventuranzas de la victoria de Feijóo, el presidente de la Diputación y del PP de Pontevedra, Rafael Louzán. Lo dijo en el castillo de Soutomaior, en el acto de despedida del veraneante ilustre que los conservadores hacen ahora a Rajoy como hacían antes a Fraga, hasta que se quedó. A Louzán se le podrá discutir cualquier cosa, excepto que conoce de sobra en qué mundo vive, así que lo que dijo hay que atribuírselo a un exceso de esa pasión tan gallega, rayana en la idolatría, de satisfacer al veraneante. Porque Louzán sabe perfectamente que el derecho a elegir idioma se conquistó con la derogación del régimen franquista, no con la del gobierno bipartito. Y también que una cosa es tener el derecho y otra ejercerlo.
Para aquellos que no tengan ese conocimiento, indiscutible y retráctil, que tiene Louzán, o no sean de aquí y puedan aprovechar que esto está en castellano, permítanme que les esboce un mapa. Monolingües en gallego en sentido estricto son ya únicamente, además de algunos bares de copas compostelanos, las pequeñas poblaciones rurales. Allí, un castellanoparlante se puede desenvolver perfectamente, como se demuestra cuando vienen los parientes emigrados. Quizás a las personas de más edad de esos territorios sociolingüísticos les cueste o les sea imposible cambiar de registro idiomático, pero no a los más jóvenes, pese a esos seres míticos -los pobres niños que sólo saben hablar gallego- en cuya existencia creen los gallegofóbicos compasivos. Monolingües en castellano son -en algunos casos incluso a su pesar- en los ámbitos urbanos, gran parte de las clases medias, la totalidad de las altas y la mayoría de los jóvenes de cualquier clase social. Irrumpir en gallego en algunos de esos ambientes va de lo impropio a lo extravagante y, en casos extremos, a lo temerario. Y desde luego, quien lo hace es porque es un paleto o es nacionalista. Por ignorancia o por provocar, vamos.
"¿Usted habla gallego porque quiere o porque se lo imponen?", le preguntó en fecha tan remota como el pasado lunes un taxista a un amigo mío, un artista muy conocido. Cuando el cliente le contestó que lo hacía voluntariamente, el chófer concluyó: "Entonces es galleguista". Usar el idioma propio de Galicia es ideológico. Usar el otro, no. Ser sorprendido hablándole por la calle en gallego a un niño pequeño suscita en algunos viandantes miradas tan reprobatorias como si, en lugar de emplear la lengua de sus ancestros, se le fuese azotando con una vara. En una actividad extraescolar he visto como un padre se dirigía a sus hijas cambiando de idioma según el volumen (en bajo en gallego, en alto en castellano). La situación es tan de libro que, como no podía ser de otra forma, afecta más a las mujeres.
Territorios bilingües, en los que predomina el gallego, pero hay un dominio funcional de ambas lenguas y a nadie extraña el registro idiomático del interlocutor ni saca conclusiones por el que tenga, son los demás. Y como la Amazonía, están en fase menguante. Cada vez más, sea en las ciudades o en las villas, en cualquier escala social, la lengua vehicular, la que se usa en el primer contacto con un desconocido, es el castellano. Si los dos interlocutores descubren que son gallegohablantes, se suelen pasar a su idioma, en algunos casos incluso con cierta complicidad. O no. Lo normal es que una dependienta atienda en español, por mucho que se la interpele en gallego y ella haya estado hablando con una compañera en la misma lengua. En una época en la que frecuenté hospitales, no dejaba de sorprenderme -relativamente- cómo la presencia de un único castellanohablante en una habitación de cuatro cambiaba el registro de los otros tres. Lo mismo pasaba, claro, ante la presencia del personal médico. En resumen, los gallegohablantes tienen más facilidad para cambiar de registro -son los realmente bilingües- y tienen que hacerlo mucho más para evitar situaciones de conflicto.
Pese a que seguramente constituya una sorpresa para aquellos que viven en un mundo impermeable al vernáculo, la mayoría de la población es gallegohablante, como aseguran las estadísticas. Así que este panorama de acoso y descrédito de la mayoría por la minoría sólo se explica porque ese teórico equilibrio oficial no es tal. "Aquí vivimos todos con un bilingüismo y una cohabitación razonablemente bien, sabiendo que iba ganando el castellano y en retroceso el gallego", dijo Pachi Vázquez en este periódico, de forma tan expresiva como semánticamente ambigua (el "razonablemente bien" ¿es complemento circunstancial de la primera frase, de la segunda, o de ambas?). O como aclaró Gloria Lago en otro, los militantes del castellano soportaban la legislación teóricamente equilibradora en la enseñanza porque no se aplicaba, hasta que se intentó hacerlo. Es decir, el derecho está ahí, y lo que ha hecho Feijóo ha sido recordar de nuevo que pretender ejercerlo puede tener consecuencias.
3 comentarios:
Dentista. Poboación galega de tamaño medio.Fala castelán. Cliente: fala galego.Dentista argumenta que é de Madrid (entende pero non fala).Suxerida a posibilidade de que aprenda galego, argumenta que está aprendendo Inglés, que lle permite entenderse con máis xente. Cliente: ¿tantos pacientes ingleses tes aquí? Dentista: sorriso de triunfadora.
Podo narrar mil situacións máis.
Totalmente de acordo.
MARINA dende Arzúa
Aparte de subscribir palabra por palabra o contido do artigo, e de solidarizarnos co sentimento de impotencia do paciente, non faremos algo máis que soportar estoicamente? Cumprir a lei de normalización vai seguir sendo mal visto? Reclamar o seu cumprimento vai seguir sendo silenciado? Isto vai camiño de ser un 1984 como un mundo.
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