Gustavo Martín Garzo en "EL País".
Son numerosos los cuentos infantiles que giran sobre el temor de los
niños a ser rechazados por los adultos. Suelen terminar con el regreso a
casa de sus pequeños protagonistas. Cuando esto sucede, ya no son los
mismos que aquellos que fueron abandonados. Se han enfrentado a los
peligros del mundo y regresan preparados para asumir los compromisos del
crecimiento. Y lo hacen, esto suele olvidarse, portando con ellos los
tesoros del mundo de la infancia: las riquezas de la bruja, la gallina
de los huevos de oro, el botín que se guardaba en la cueva de Alí Babá.
Los cuentos maravillosos contienen una enseñanza para niños y
adultos. Al niño le dicen que la vida es extraña, y que tendrá que
enfrentarse a numerosos peligros al crecer, pero que si es noble y
generoso logrará salir adelante; y al adulto, que no debe abandonar del
todo su infancia, pues su vida se empobrecerá si lo hace. “Somos todos”,
escribió Ortega, “en varia medida, como el cascabel, criaturas dobles,
con una coraza externa que aprisiona un núcleo íntimo siempre agitado y
vivaz. Y es el caso que, como el cascabel, lo mejor de nosotros está en
el son que hace el niño interior al dar un brinco para libertarse y
chocar con las paredes de su prisión”.
Nadie puede discutir el papel que ha representado la escuela pública
en esta reivindicación de la autonomía de la infancia, ni el esfuerzo
que se han visto obligados a realizar varias generaciones de maestros y
maestras para lograr una enseñanza que no se dirija a un niño
privilegiado sino al niño único, a ese niño que en el fondo son todos
los niños, al margen de su sexo, clase, raza, religión o capacidad.
La enseñanza debe ser pública, laica y, como afirma Federico Martín
Nebreda, literaria. Sólo siendo pública se asegurará la igualdad de
oportunidades, y la atención a los menos favorecidos; sólo siendo laica,
sus valores serán los principios universales de la razón y no estarán
dictados por ninguna iglesia ni sujetos a dogmas particulares. Y sólo
siendo literaria el adulto acertará a ponerse en el lugar de los niños y
a mirar por sus ojos. Porque es verdad que los niños van a la escuela a
aprender una serie determinada de saberes, matemáticas, geografía,
ciencias naturales, pero también a hablar con esa voz que sólo a ellos
pertenece y que hay que saber escuchar.
A la educación racional, basada en la trasmisión ordenada de
conocimientos objetivos, debe añadirse otra, basada en el amor y en el
reconocimiento del valor y el misterio de la infancia. Montaigne no
aprobaba la pasión de hacer carantoñas a los recién nacidos, por
considerar que carecían de toda actividad mental y eran indignos de
nuestro amor, llegando a no soportar que se les diera de comer en su
presencia, y durante mucho tiempo el niño que era demasiado pequeño para
participar en la vida de los adultos era considerado un ser inferior
que debía permanecer en el ámbito doméstico y de las mujeres. Pero el
niño es algo más que una criatura imperfecta a la que hay que llevar de
la mano hasta que se transforme en alguien semejante a nosotros. El
niño, como ha dicho François Dolto, es el médium de la
realidad. Su voz, como la del poeta, es la otra voz, la voz que nos
sitúa en el ámbito de esas experiencias básicas, la del conocimiento, la
del amor, la de la imaginación, sin las que nuestro corazón se
agostaría inevitablemente.
Por eso la escuela debe ser literaria y el maestro, antes que nada,
alguien que cuenta cosas. Un maestro no necesita para esta tarea que los
niños le entiendan, debe arreglárselas para que le sigan, para que
vayan donde él va. Como el flautista de Hamelin, debe contagiar a los
niños su felicidad y su arma para lograrlo son las palabras. No las
palabras de las creencias, que le dicen al niño cómo debe pensar y
vivir; sino las palabras libres del relato, que le animan a encontrar su
propio camino. Sherezade encanta al sultán con sus historias y así
logra salvar la vida; la Pequeña Cerillera ilumina el mundo con sus
frágiles fósforos, y en un cuento de Las mil y una noches un
muchacho ve cómo un grupo de ladrones hace abrirse la montaña donde
guardan sus tesoros con una palabra. Las palabras de la escuela deben
ser ese ¡ábrete Sésamo! capaz de abrir las piedras y llevar al
niño a la cueva donde se guardan los tesoros del corazón humano. Pero
también, como las llamas de la cerillera, deben ayudarle a ver el mundo.
No sólo a ver mejor, sino a ver lo mejor, como quería Juan de Mairena.
Rainer Maria Rilke escribió que la verdadera patria del hombre es la
infancia. Frente a la idea de la infancia como un mero estadio de
transición hacia el estado adulto, el poeta alemán postula la autonomía
radical de la infancia. Aún más, la ve como un estadio superior de la
vida, como esa patria a la que antes o después es necesario volver.
George Bataille dijo que la literatura es la infancia recuperada; George
Braque, que cuando dejamos de ser niños estamos muertos; y J. M.
Barrie, el autor de Peter Pan, que los dos años son el
principio del fin. No se trata de que el niño no deba crecer, sino de
valorarle por eso que es en sí mismo y que le hace ser soberano de un
reino del que solo él tiene la llave.
Las palabras de la literatura hablan de esa patria perdida. Hacen
vivir las preguntas, nos enseñan a ponernos en lugar de los demás y
tienden puentes entre realidades separadas: el mundo del sueño y el
mundo real, el de los vivos y los muertos, el de los animales y los
hombres. Las palabras de la escuela deben seguir esta senda. ¿Cómo
podría ponerse en contacto un maestro o una maestra, que son adultos,
con un niño si no es con palabras así?
La educación debe tener un contenido romántico. Se educa al niño para
decirle que en este mundo, por muy raro que pueda parecer, es posible
la felicidad. Educar es ayudar al niño a encontrar lugares donde vivir,
donde encontrarse con los otros y aprender a respetarles. Lugares, a la
vez, de dicha y de compromiso. Donde ser felices y hacernos responsables
de algo. Blancanieves huye al bosque, se encuentra con la casa de los
enanitos y pasa a ser una más en su pequeña comunidad; Ricitos de oro,
al utilizar los platos, sillas y camas de los osos se está preguntando
sin saberlo por su lugar entre los otros. Una casa hecha para escuchar a
los demás y estar pendiente de sus deseos y sueños, donde hacernos
cargo incluso de lo que no entendemos, así deberían ser todas las
escuelas.
Educar no es pedirle al niño que renuncie a sus propios deseos, sino
ayudarle a conciliar esos deseos con los deseos de los demás. En un
cuento de Las mil y una noche dos niños viven felices en su
palacio, donde tienen todo lo que pueden desear. Una tarde ayudan a un
anciano y este, en señal de agradecimiento, les habla de un jardín donde
pueden encontrar las cosas más maravillosas. Y los niños, desde que
oyen hablar de un lugar así, solo viven para encontrarlo. Adorno dijo
que la filosofía era preguntarnos no tanto por lo que tenemos sino por
aquello que nos falta. Eso mismo debe hacer la educación, incitar al
niño a no conformarse, a buscar siempre lo mejor. ¿Para qué le
contaríamos cuentos si no tuviéramos la esperanza de que puede encontrar
en el mundo un lugar donde los pájaros hablan, los árboles cantan y las
fuentes son de oro? Aún más, ¿si no fuera para encontrar también
nosotros, los adultos, gracias a los niños, lugares así?
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