Atiq Rahimi é o autor da desoladora
La piedra de la paciencia publicada por
Siruela (e que vén de se converten en filme). Un libro que traspasa as súas páxinas para contaxiar a dor, a rabia, a impotencia, o odio, o desvarío, o desprezo, a humillación... en ben poucas páxinas. As palabras conseguen esgazar con cada segredo que deixa de selo. Porque esas palabras veñen fiadas coa poética da beleza e da falta de liberdade da muller nunha sociedade que a segue considerando inferior. Unha muller que vence o seu propio medo para falar, nun monólogo in crescendo, de cantas angustias e vexacións sufriu por ser iso, muller: tiña que casar, tiña que obedecer, tiña que parir. Se non fas todo isto, nada vales, nada es. E ela, farta deste inxusto tormento, rebélase. Porque sente e porque soña. Porque é muller. É dicir, ser humano. E paga a pena a loita.
O final... señor!!!
En fin, imagina, estar prometida durante casi un año, y casada
durante tres años con un hombre ausente, ¡está claro! Yo vivía con tu
nombre. Ni siquiera te había visto, oído, tocado antes. Tenía miedo,
miedo de todo, de ti, de la cama, de la sangre. Y al mismo tiempo era un
miedo que me gustaba. Seguro que conoces esa clase de miedo que no te
aleja de tu deseo, al contrario, te excita, te da alas, aunque temas
quemarte. Ése era el tipo de miedo que yo tenía. Día tras día, crecía
dentro de mí, llenaba mi vientre, mis tripas… La víspera de tu llegada,
se vació. No era un miedo de muerte. No. Era muy vivo, rojo de sangre.
Cuando se lo dije a mi tía, me aconsejó no contarte nada… Me sentí
morir. Y eso me salvó. Aunque era virgen, tenía auténtico miedo. Me
preguntaba qué habría pasado si ese día no hubiese llegado a sangrar…»
Barre el aire con la mano, como si quisiera atrapar una mosca. «…Habría
sido una auténtica catástrofe. Había oído tantas historias. Me imaginaba
de todo.» Con voz ronca: «Hacer pasar la sangre impura por la sangre de
la virginidad fue una idea genial, ¿no?». Se acuesta y se acurruca
junto al hombre: «Nunca he comprendido por qué para vosotros, los
hombres, el orgullo está tan ligado a la sangre». Vuelve a levantar la
mano al cielo. Mueve los dedos. Se diría que hace el gesto de invitar a
alguien invisible a acercarse. «¿Pero te acuerdas una noche, al
principio de vivir juntos, que llegaste tarde? Completamente borracho.
Habías fumado. Yo estaba dormida. Sin decir una palabra, me bajaste el
pantalón. Yo me desperté. Pero hice como que dormía profundamente. Tú
me… penetraste… Gozaste cuanto quisiste… pero cuando te levantaste para
lavarte, ¡te diste cuenta de que tenías sangre en la polla! Furioso,
volviste y me estuviste golpeando hasta bien entrada la noche, porque no
te había avisado de que tenía la regla. ¡Te había ensuciado!», ríe con
sarcasmo. «¡Te había convertido en impuro!» La mano, en el aire, agarra
los recuerdos, se cierra y baja para acariciarse el vientre, que se
infla y desinfla con una cadencia más rápida que la de la respiración
del hombre.
Con un gesto brusco, desliza su mano bajo la túnica, entre los
muslos. Cierra los ojos. Respira profundamente, dolorosamente. Se
introduce los dedos entre las piernas con violencia, como si fuese a
clavarse un cuchillo. Conteniendo la respiración, retira la mano con un
grito ahogado. Abre los ojos, se mira las uñas: están mojadas. Mojadas
de sangre. Rojas de sangre. Pone la mano ante el rostro ausente del
hombre. «¡Mira! Sigue siendo mi sangre. Limpia. Entre mi menstruación y
la sangre limpia, ¿qué diferencia hay? ¿Qué tiene esa sangre de
repugnante?» Baja la mano hasta la nariz del hombre. «¡Tú has nacido de
esa sangre! ¡Está más limpia que tu limpísima sangre!»
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