Chimamanda Ngozi Adichie
O silencio é un luxo que non nos podemos permitir
O silencio é un luxo que non nos podemos permitir
La autora del manifiesto ‘Todos deberíamos ser feministas’ sacudió la pasada Feria del Libro de Fráncfort con este discurso. En él reivindica la utilidad de la literatura para ampliar los límites de la imaginación como forma de combatir el machismo y el racismo
Me educaron en el catolicismo. De pequeña, me encantaba ir a misa. Mi
familia iba todos los domingos a la capilla de St. Peter, un edificio
blanco y alto situado en el campus de la Universidad de Nigeria, donde
me crie.
El
párroco era profesor universitario. Y en la medida de lo posible para
una iglesia católica romana, era un lugar abierto, progresista y
acogedor. Los sermones del domingo eran benignamente aburridos.Años después, oí que la parroquia había cambiado de manos y que el
nuevo párroco era un hombre particularmente obsesionado con el cuerpo de
las mujeres.
Nombró una policía religiosa, una brigada de chicos, cuyo trabajo
consistía en situarse a la puerta de la iglesia, examinar a cada mujer y
decidir quién podía entrar y quién no. Rechazaban a las abuelas por
llevar vestidos excesivamente escotados.
Después de llevar años fuera, fui a casa a visitar a mis padres. Y
fui a misa. Llevaba una falda larga y blusa de manga corta con un
estampado tradicional, un atuendo normal y de uso común. En la entrada
de la iglesia, un joven se interpuso en mi camino. Su expresión era una
forzada máscara de rectitud que en circunstancias diferentes me habría
parecido muy divertida.
Me pidió que me fuese. Llevaba unas mangas demasiado cortas, dijo.
Enseñaba demasiado los brazos. No podía entrar en la iglesia a no ser
que me tapase los hombros con un chal.
Estaba furiosa. Esta iglesia formaba parte de mi feliz niñez, parte
de mis recuerdos de una época llena de alegría. Y ahora se había
convertido en un lugar que no trataba a las mujeres como seres humanos
sino como cuerpos que había que controlar y acosar. ¿Y para qué? Para
proteger a los hombres de sí mismos.
De modo que decidí escribir un artículo sobre este incidente en un
periódico nigeriano de gran tirada. Pensé que el artículo haría que se
tomaran medidas, que la comunidad universitaria se levantaría por fin y
diría “basta”, y que presentaría una petición al obispo o al Papa o a
quien fuera que tomara estas decisiones, y echarían a este párroco y
volverían a convertir la parroquia en un lugar acogedor, libre de
misoginia.
Pero no fue así. En lugar de eso, me asombró la recepción hostil que
tuvo el artículo. El resumen de la misma fue: cállate. ¿Cómo te atreves
tú, una mujer joven, a retar a un hombre de Dios?
Me pareció interesante que tanto la respuesta a mi artículo como la
actitud del sacerdote hacia las mujeres procediesen de un impulso
similar: la necesidad de controlarnos.
Y este impulso de negar a las mujeres total autonomía sobre su
cuerpo, esta incapacidad para ver a las mujeres como seres humanos
plenos, existe en todo el mundo: la mujer de Oriente Próximo que no
quiere pero es obligada a cubrirse, la mujer occidental a la que llaman
puta por ser un ser sexual, la mujer asiática grabada secretamente en un
baño público.
Y este impulso existe también en el mundo literario progresista, en
el que se espera que las escritoras hagan a sus personajes femeninos
“simpáticos”, como si toda la humanidad de una persona del sexo femenino
debiese, a fin de cuentas, encajar en las cuidadosas limitaciones de la
simpatía.
Y para terminar el relato de lo ocurrido ese día en la iglesia.
Evidentemente mi reacción se basó en una cuestión de principios: de la
misma manera que los hombres podían decidir qué ponerse para ir a la
iglesia, las mujeres también deberían poder hacerlo. Pero desde un punto
de vista práctico, ese día hacía calor y los ventiladores de la iglesia
no funcionaban y lo último que yo quería era echarme un chal rasposo
sobre los hombros.
De modo que hice caso omiso del policía religioso, entré y me senté.
El sacerdote fue informado de que una persona testaruda había entrado
sin permiso en la iglesia, y que era culpable de mostrar en exceso los
brazos. Me amonestó desde el altar, y después de la misa intercambiamos
unas palabras. Decir que esas palabras fueron desagradables sería
quedarse muy corto, la verdad.
Esa experiencia me hizo abandonar mi idea boba y romántica de que
“hablar claro” va unido a la certeza de un apoyo generalizado. Pero me
aclaró la importancia de hablar de lo que importa: no se debe hablar
porque uno esté seguro de que le van a apoyar, sino porque no puede
permitirse el silencio. Yo sabía lo que había sido la iglesia en otro
tiempo, y vi en qué se había convertido, y no podía mantenerme callada.
A veces me llaman activista. Y a menudo siento que me tira la
contrariedad, que mi espíritu se resiste, porque no es una palabra que
yo utilizaría jamás para describirme. Quizá porque crecí en Nigeria y vi
a los que yo considero activistas de verdad, personas que dan su vida
por causas, gente que muestra el tipo de dedicación extraordinaria al
que yo solo puedo aspirar.
Me veo a mí misma como escritora, como narradora, como artista.
Escribir es lo que le da significado a mi vida. Es lo que más feliz me
hace cuando va bien. Es lo que más me entristece cuando va mal.
Pero también soy una ciudadana. Mi responsabilidad como artista es mi
arte. Mi responsabilidad como ciudadana es la verdad y la justicia.
Esta distinción entre la artista y la ciudadana me la dejó clara un
conocido que —en respuesta a la hostilidad nigeriana por algo que yo
había comentado acerca del feminismo— me dijo: “Los nigerianos no tienen
problemas con tus libros; tienen problemas con tu política. Lo único
que quieren es que te calles y escribas”.
Hace unos años, el Gobierno nigeriano aprobó una ley que declara
ilegal la homosexualidad, una ley que no solo me parece profundamente
inmoral sino también cínica desde el punto de vista político.
Fue este mismo conocido quien me dijo que no entendía por qué decidí
manifestar mi oposición a esta ley que muchos nigerianos apoyan de
hecho.
“No tienes nada que ganar”, me dijo. “Y posiblemente mucho que
perder”. Su intención era buena. A su manera, intentaba protegerme. Pero
se equivocaba respecto a que yo no tenía nada que ganar. Porque vivir
en una sociedad que trata a cada ciudadano de manera justa e igual es
una ventajSi puedo cambiar una mente, si puedo conseguir que una persona piense de
manera crítica y se oponga a la ley, he ganado mucho, porque he
contribuido a dar un pequeño paso en el largo camino hacia el progreso.
El arte puede iluminar la política. El arte puede humanizar la
política. Pero a veces, eso no basta. A veces es necesario involucrarse
en la política como política. Y esto no podría ser más urgente hoy en
día.
El mundo está virando; está cambiando; se está oscureciendo. Ya no
podemos jugar según las viejas reglas de la complacencia. Debemos
inventar nuevas formas de hacer, nuevas formas de pensar. El país más
poderoso del mundo parece hoy una corte feudal llena de intrigas,
alimentada de mendacidad, ahogada en su propia soberbia. Debemos saber
qué es verdad. Debemos decir cuál es la verdad. Y debemos llamar mentira
a la mentira.
Este es el momento de la valentía, y para mí la valentía no es la
ausencia de miedo. Es la determinación de actuar a pesar de tener miedo.
Es el momento de relatos más complejos: no basta saber cómo sufren
los refugiados o de qué modo no encajan en una nueva sociedad; también
debemos saber qué hiere su orgullo, a qué aspiran, y quién arma las
guerras que los convirtieron en refugiados para empezar, de quién es la
responsabilidad.
Es el momento de proclamar que la superioridad económica no significa superioridad moral.
Es el momento de analizar el tema de la inmigración, de ser sinceros
respecto a ella. De preguntar si la cuestión es la inmigración o la
inmigración de tipos concretos de personas: musulmanes, negros, morenos.
Es el momento de la audacia en la narrativa, el momento de los nuevos
narradores. Es importante tener una amplia diversidad de voces, no
porque queramos ser políticamente correctos, sino porque queremos ser
precisos. No podremos entender el mundo si seguimos fingiendo que una
pequeña parte de él representa al mundo en su totalidad.
Es el momento de replantearnos cómo pensamos los relatos. La cuestión
de los derechos humanos no hace referencia solo a las grandes historias
de represión gubernamental. Trata también de relatos íntimos. La
violencia doméstica es tanto una cuestión de derechos humanos como lo es
el asilo de refugiados. Eleanor Roosevelt dijo de los derechos humanos:
“Sin una acción ciudadana concertada para defenderlos cerca de casa,
buscaremos en vano el progreso en el mundo en general”.
Hoy en día, en todo el mundo, las mujeres están hablando alto, pero sus historias siguen sin oírse realmente.
Es hora de que dediquemos más que simple palabrería al hecho de que
los relatos de mujeres son para todos, no solo para las mujeres. Sabemos
por las investigaciones que las mujeres leen libros escritos por
hombres y por mujeres, pero los hombres leen libros escritos por
hombres. Es hora de que los hombres lean a las mujeres. Es hora de poner
fin a esa pregunta de “qué quieren las mujeres”, porque ya es hora de
que todos sepamos que las mujeres quieren simplemente ser miembros de
pleno derecho de la familia humana.
Hoy en día existe un gran vacío en el espacio imaginativo de muchas
personas en todo el mundo. Es imposible sentir empatía por las mujeres
porque las historias de mujeres no se conocen verdaderamente; las
historias de mujeres no se consideran universales. Esta es, en mi
opinión, la razón de que parezca que vivimos en un mundo en el que
muchas personas creen que un gran número de mujeres pueden simplemente
despertarse un día e inventarse historias de abusos sexuales. Conozco a
muchas mujeres que quieren ser famosas. No conozco a una sola mujer que
quiera ser famosa por haber sufrido acoso sexual. Creer esto es pensar
muy mal de las mujeres
La jueza del Tribunal Supremo estadounidense Ruth Bader Ginsburg ha
contado que en una ocasión le preguntaron cuántos jueces del Supremo
deberían ser mujeres para que a ella le pareciese equitativo.
Y su respuesta fue “las nueve”.
Y explicaba que a menudo la gente se escandalizaba, y que le decían
que eso “no es equitativo”. Pero, por supuesto, durante muchos años los
nueve jueces fueron hombres, y parecía normal. Al igual que hoy parece
normal que la mayoría de los cargos de poder real en el mundo estén
ocupados por hombres.
Las mujeres siguen siendo invisibles. Las experiencias de las mujeres
siguen siendo invisibles. Es hora de que todas nosotras seamos osadas y
reconozcamos que, en palabras de Pablo Neruda, “pertenecemos a esta
gran humanidad, no a los pocos sino a los muchos”.
A veces se me conoce como un icono feminista. Tengo un sombrero que dice “icono feminista”, aunque hoy no me lo he traído.
Pero ser un icono feminista significa que la gente a menudo se dirige
a mí para hablar de feminismo. Soy bilingüe; hablo igbo e inglés. Con
mi familia y amigos, solemos hablar los dos idiomas al mismo tiempo. Y
una amiga muy cercana me contó que había ido a ver a alguien para que la
asesorase. Lo dijo en inglés. Debo decir que el igbo no tiene
pronombres de género, de modo que se usa la misma palabra como pronombre
para hombres y mujeres.
Mi amiga me dijo: “He ido a ver a una persona para que me asesore”, y yo cambié a inglés y le pregunté: “¿Y él qué te dijo?”.
Mi amiga se echó a reír. “Siempre estás dándonos sermones sobre que
no demos cosas por sentadas, pero tú acabas de dar por sentado que la
persona que me asesoraba era un hombre. De hecho, era una mujer”.
Bajé la cabeza muy avergonzada. Pero eso también hizo que me diera
cuenta de lo profundamente inscrito que está el patriarcado en nuestro
ADN social.
La literatura es mi religión. He aprendido de la literatura que todos
tenemos defectos, que todos los humanos tenemos defectos. Pero también
he aprendido que podemos ser bondadosos, que no necesitamos ser
perfectos para poder hacer lo que es justo y correcto.
Tengo dos casas, en Nigeria y en Estados Unidos. Antes me sacaba de
quicio que la gente, cuando se le preguntaba dónde vivía, nombrara dos
lugares. Pero me he convertido en una de esas personas (y a veces me
saco de quicio a mí misma).
Pero cuando fui por primera vez a Estados Unidos para estudiar en la
universidad, hace más de 20 años, descubrí que tenía una nueva
identidad. En Nigeria pensaba en mí misma desde el punto de vista de la
etnia y la religión —era igbo y cristiana—, pero en Estados Unidos me
convertí en algo nuevo: me volví negra.
No traslado a menudo escenas de mi vida a la ficción, pero en una
ocasión lo hice con una escena concreta en la que por primera vez empecé
a entender lo que significaba ser negra.
Una editora me dijo que la escena era completamente increíble. La
había falseado para poder decir algo relativo a la raza. Me dijo que eso
nunca habría sucedido en la vida real.
Quise decirle que en realidad sucedió así.
Pero no lo hice, porque cuando enseño redacción creativa les digo a
mis alumnos que “no pueden usar la vida real para justificar su
ficción”. Si la ficción es increíble para el que la lee, el que la ha
escrito ha fracasado en su arte, que es el de usar el lenguaje para
alcanzar la suspensión de la incredulidad.
Se lo decía a mis alumnos porque yo solía creerlo. Pero estoy
descubriendo que lo cuestiono cada vez más. Porque lo que creemos o lo
que no creemos, lo que nos parece creíble y lo que nos parece increíble,
es en sí un marco de nuestras propias experiencias.
¿A cuántas personas negras conocía esa editora? ¿Cuántas experiencias
sinceras de personas negras había oído? ¿En qué se basaba para decidir
qué creer y qué no creer?
Es hora de ampliar nuestros límites, de ampliar el marco, de saber
que lo que ya existe puede ser en ocasiones demasiado limitado como para
abarcar la compleja multiplicidad de las experiencias humanas.
Pienso que necesitamos más relatos abiertamente políticos, más
relatos que miren al mundo a la cara. Pero también creo que necesitamos
relatos que no sean abiertamente políticos.
Todos los años doy un taller de redacción en Lagos. Y a la hora de
seleccionar a los participantes, hago un esfuerzo consciente por tener
diversidad de voces: diversidad de clase, de región, de religión.
Hace dos años asistió al taller un joven llamado Kelechi. Era de
clase trabajadora, inteligente, un periodista. Durante el taller, uno de
los participantes escribió un relato, un relato sin trama, una
celebración del lenguaje, una meditación sobre la maduración.
El relato me pareció hermoso. A Kelechi lo dejó perplejo.
“Pero en este relato no ocurre nada. Y no nos enseña nada”, dijo.
Ahora que lo pienso otra vez, me avergüenza la respuesta que le di.
“Bueno”, le respondí, “siento que el relato no te enseñe a construir una casa y a encontrar trabajo”.
Mi respuesta, en su vergonzoso esnobismo, estaba influida por una
idea muy de moda entre quienes hacen literatura, quienes la enseñan y
quienes la promocionan: que cuestionar la utilidad de la literatura es
ignorancia en su forma más pura.
Más tarde, al pensar en ello, comprendí que lo que Kelechi planteó
ese día fue una pregunta mucho más profunda y mucho más importante.
¿Tiene importancia la literatura? ¿Es útil?
Podemos seguir hablando de literatura como un culto que no puede
cuestionarse, o podríamos suavizar los límites de nuestras definiciones.
¿Qué significa ser útil? ¿Acaba la utilidad en lo concreto?
Los humanos no somos una colección de huesos y carne lógicos. Somos
seres emocionales en igual medida que seres físicos. La utilidad debería
estar vinculada a todas las partes que nos hacen humanos.
Ojalá le hubiera dicho a Kelechi aquel día lo que pienso ahora, que nuestra definición de útil se queda demasiado corta.
La literatura nos enseña. La literatura importa.
Leo para que me consuelen, leo para que me conmuevan, leo para que me
recuerden la gracia, la belleza y el amor, pero también el dolor y la
pena. Y todas estas cosas importan. Todas son lecciones útiles.
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