Artigo: España conmocionada ante o terrorrismo machista
José
Bretón amenazó a su esposa con matar a los niños si ella decidía
finalmente separarse de él. Cuando Ruth toma la decisión, José se muda a
casa de sus padres y pasa tres semanas avisando a su familia de quiere
vengarse de ella por haberle abandonado. Una semana después desaparecen
los dos niños de su vista, cuando jugaban en el parque. Once meses
después, la angustia por su desaparición ha dado paso al horror más
absoluto, una vez que las pruebas policiales han confirmado la
existencia de huesos humanos infantiles en una hoguera hallada en la
finca familiar.
Los medios hacen un tratamiento vergonzoso de la noticia, recreándose
en los detalles más escabrosos (el descuartizamiento, la cantidad de
trozos, la temperatura alcanzada por la hoguera, etc), y retratando a
José como un psicópata, un loco, un ser demoniaco. La ciudadanía
española clama indignada pidiendo la instauración de la cadena perpetua
para castigar a asesinos tan crueles como estos.
Sin embargo, José no está loco y la cadena perpetua no resuelve el problema.
La raíz del asunto se encuentra en el terrorismo machista que sacude
el 90% de los países de este planeta. Cada día millones de mujeres son
víctimas de feminicidios (asesinatos debidos a la condición de género,
es decir, las matan por ser mujeres), de mutilaciones genitales, de
malos tratos en el ámbito doméstico, violaciones en las fronteras y en
las guerras, secuestro para tráfico de esclavas sexuales, abusos
sexuales por parte de familiares, etc.
También los hijos e hijas de estas mujeres son víctimas de la
violencia machista, pues sufren en sus hogares los gritos, las amenazas,
los golpes que recibe su madre, los gritos de miedo y de dolor, las
violaciones dentro del matrimonio, e incluso la violencia física en sus
cuerpos por parte del padre o del compañero de sus madres. Los niños y
las niñas víctimas de este terror se ven sometidos a infiernos
psicológicos y físicos; en la mayor parte de los casos la motivación del
padre consiste en hacer sufrir a la madre mediante chantajes y
amenazas. La dependencia con el agresor aumenta porque las víctimas
tienen miedo a que tome represalias dañando a sus hijos.
Ruth fue amenazada por José Bretón: “si no vuelves conmigo, no
vuelves a ver a los niños”. No es un acto de amor desesperado, sino de
atroz egoísmo. Una monstruosidad llevada a cabo por un hombre
extremadamente inteligente y manipulador con una incapacidad total para
asumir que Ruth no era de su propiedad. El marido agresor, el padre
asesino, se ha convertido en el blanco de las iras de todos los
españoles. Es el nuevo “enemigo” cuyos terribles actos sirven para
justificar la ideología de sector social que en lugar de pedir más
educación, más igualdad, y respeto hacia los derechos humanos, piden la
cadena perpetua o la pena de muerte para degenerados.
La indignación no hubiera sido tan extrema si la hubiera matado a ella.
La noticia habría salido en los telediarios, los colectivos
feministas hubieran convocado una concentración de protesta contra la
violencia hacia las mujeres, y Ruth hubiese pasado a engrosar la lista
de las mujeres que en este año han sido asesinadas por sus compañeros,
maridos, novios o ex parejas.
Sin embargo este caso ha conmocionado a la opinión pública porque
José pensó en un castigo mucho peor que la muerte: la desgracia de
sobrevivir a los dos hijos, de seguir viva sin ellos. Por eso José es un
terrorista machista: porque utiliza el terror, el miedo, el
sufrimiento, las amenazas, contra la persona a la que dice querer. La
noche antes del asesinato envió un ramo de flores y una carta “de amor” a
Ruth. Al no recibir respuesta, ejecutó su venganza contra ella, la más
terrible que una madre pueda soportar.
Contrariamente a lo que se cree, los maltratadores no están locos. En
España hay seiscientos mil agresores, y casi todo ellos son gente
“normal” que trabaja, paga sus impuestos, saluda a sus vecinos, y cumple
con sus obligaciones cotidianas. Los agresores son de todas las edades y
clases sociales, maltratan lo mismo los pobres que los ricos, los
campesinos o los hombres de negocios, los hombres muy cultos y los
incultos. La violencia contra las mujeres es estructural, está inserta
en nuestra sociedad y en nuestra cultura. Algunos medios todavía siguen
presentando esta violencia de maridos y amantes como “asuntos
domésticos” o “crímenes por amor”. Hay un importante sector de la
población que cree que las mujeres que toman decisiones por sí mismas
corren el peligro de exponerse a las iras de sus esposos. Las mujeres
que no siguen la tradición y que no aguantan todo lo que las echen
encima se merecen un castigo por su rebeldía. Se justifica la violencia
si la mujer es infiel o promiscua, si el marido sufre celos por su
culpa, si abandona el hogar, si rompe la unidad familiar.
En nuestra cultura esta violencia parece algo “normal”o “natural”.
Nuestros cuerpos femeninos se representan siempre listos para ser
desnudados, devorados, penetrados, o sometidos; lo mismo sirven para dar
placer un hombre, que para erotizar una película de acción o para
vender un perfume. Los cuerpos se exhiben, se operan, se cazan, se
venden, se compran, se usan, se intercambian, se fragmentan, se ofrecen a
la mirada masculina en todas las pantallas, en todos los formatos. Esa
condición de objeto de consumo nos priva de nuestros derechos
fundamentales, porque restringe nuestra libertad de movimientos cuando
se impone el control masculino.
Las películas mitifican la figura del macho violento que se relaciona
con el resto del mundo desde una posición de poder marcada por su
capacidad para aniquilar a sus enemigos. Los machos agresivos,
valientes, sanguinarios, son presentados como héroes (en películas,
cómics, series de televisión) y se admira de ellos su brutalidad, su
sangre fría, su potencia física, su libertad de movimientos y su
incapacidad para sentir. Estos hombres están mutilados a nivel
emocional, pero necesitan a esposas que les cuiden, les den placer y
amor incondicional, y les curen las heridas de guerra cuando llegan al
hogar.
Las mujeres, por su parte, son divididas, en la publicidad, la
literatura, la música popular, etc. en dos grupos: las “mujeres
buenas”: aquellas rubias sumisas , discretas y fieles que permanecen en
la casa criando hijos y esperando al marido, y las “mujeres malas” ,
aquellas que deciden libremente sobre su vida, su cuerpo, su sexualidad y
sus afectos. Estas “rebeldes” siempre obtienen su justo castigo en casi
todos los relatos que consumimos a diario: o bien se quedan solas y
solteras, frustradas de por vida, o bien acaban muertas (suicidándose,
por accidente, o a manos de su “amado”). Con estos relatos
“ejemplarizantes” se sigue dejando claro quién está arriba y quién está
abajo, quien posee y quien se somete.
Por eso creo que en lugar de pedir castigos violentos contra los
violentos, deberíamos emplear nuestros recursos en sensibilizar a la
población sobre el problema de la desigualdad y el machismo, extender
los talleres de prevención en escuelas y universidades, trabajar con
maltratadores y darles apoyo psicológico, apoyar a las mujeres
maltratadas y facilitar que puedan alejarse de sus agresores, emplear
recursos en políticas de igualdad y crear espacios de seguridad para
mujeres que deseen educar y criar a sus niños y niñas alejados de la
violencia machista.
Para que cesen estos crímenes de odio contra mujeres y niños, tenemos
que dejar de mitificar la violencia masculina y dejar de cosificar los
cuerpos femeninos. Tenemos que cambiar los patrones culturales, sociales
y afectivos para lograr eliminar el odio hacia las mujeres y poder
construir relaciones no basadas en la propiedad privada, sino en la
libertad para quererse y separarse, en el buen trato y el disfrute.
Tenemos que luchar porque los derechos humanos sean algo más que un
texto bonito. Tenemos tanto trabajo que hacer, y en ese trabajo estamos
todos y todas implicadas: ciudadanía, gobiernos e instituciones
públicas, empresas, industrias culturales y medios de comunicación.
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