Poema de Raúl Vacas sobre a infancia:
Darle una pintura de color a un niño y posiblemente cambiará el mundo
Es hora de arreglar tanta rutina, de revolver en los cajones de la infancia
y traspasar el rompeolas de los años,
de sonreír con babi en los recuerdos.
Hay que buscarle solución a nuestros sueños, hay que llamar a gritos
a los niños para salvar al mundo de los monstruos.
Que adornen la ciudad con mariposas, que chillen por las calles y los charcos,
que saquen a la calle sus canicas, sus cometas, sus peonzas,
que jueguen al pañuelo en los supermercados
y al escondite inglés en los ayuntamientos.
Es preciso correr por los semáforos, es preciso llorar en los conventos.
Llamemos a los niños y a los duendes para dar cuerda, por las noches,
a los sueños, para llenar nuestros bolsillos de utopías, empapar
de corazón nuestra sonrisa, desinfectar los besos.
Porque los niños hablan con las hadas como lo haría un loco
porque los niños quieren con las uñas y los dedos,
porque los niños piensan con la boca y sueñan con los pies,
porque su amor no cabe en sus pupilas.
Tender un mapa en un garaje o una biblioteca, poned un niño frente
a él y todo cambiará en nuestras ciudades.
Los parques se llenarán de elefantes, las farolas de luciérnagas,
las bocas de los metros de fantasmas, las iglesias de piratas y princesas,
los colegios de gigantes, los almacenes de enanos y dragones.
Habrá en todas las casas un castillo, y un rey, y una reina, y un mago bueno ,
y un despacho de sueños, y un bufón amarillo, y un batracio.
Habrá murales en los baños y aviones de papel por las ventanas
y toda la ciudad será como un colegio en el recreo.
Los niños son así de imprevisibles, les das el corazón en cuatro piezas
y te hacen un retrato con fideos.
Les das un argumento para un sueño y lo echan a volar.
Los niños son así porque aprendieron de los cuentos sus perdices
porque pararon sus relojes de mentira,
porque olvidaron las promesas de los padres que se vendieron al tiempo.
Es hora de arreglar tanta rutina, de regalar a un niño
una pelota, un parque o dos (si caben en las calles),
un charco de emociones y un abuelo.
No importa si los malos nos hechizan con impuestos, si en la oficina del paro hay tres goteras,
si la vecina es un bruja sin capucha, si ha sido un día duro en el trabajo, si el pollo está más
caro.
Nada es terrible para un niño, ni siquiera la muerte.
Todo tiene un lugar en su sonrisa, en el motor del corazón,
en el pequeño periscopio de los sueños.
Darle a un pequeño unas tijeras y recortará las guerras de los mapas,
y pintará toboganes en los océanos y tapones de corcho en los volcanes,
y heidis en los montes y trapecistas en las plazas.
Medir, proteger, arropar, cuidar, preservar la fantasía de los niños,
protegerla contra el mundo, contra el tiempo,
contra el futuro, darles motivos para amar,
para soñar toda la vida y acaso el porvenir valga la pena.
Es hora de arreglar tanta rutina, de revolver en los cajones de la infancia,
de traspasar el rompeolas de los años y sonreír con babi en los recuerdos.