#YoTeCreo: Campaña pola credibilidade
Cando es violada e non te cren.
Dende aquí:
O relato:
Me llamo Ana y, hace unos años, fui violada. El agresor, a quien yo
conocía, era en ese momento en quien más confiaba. No denuncié inmediatamente; lo cierto es que me costó
mucho contárselo a alguien. Primero guardé silencio, tratando de
comprender yo sola cómo algo así podía estar ocurriendo. Lloré mucho, me
castigué, traté de apartarlo de mi cabeza y, al final, un día, fue
incontenible: acudí a dos amigas y les conté lo que pude. El resto, lo
que no fui capaz de expresar en palabras, lo dibujé.
Apoyada en esas amigas y en unas pocas
personas más a las que mencioné lo sucedido, finalmente inicié un
proceso judicial contra él. Aunque, la verdad, en todo momento sentí que
quien estaba siendo juzgada era yo. Allí donde pensé que iba a
encontrar justicia, me vi tan maltratada que desistí y abandoné el
proceso.
Hoy vuelvo a contar aquí mi historia,
con la distancia que da el tiempo, porque sé que hay más mujeres en mi
situación a quienes puede llegar este relato y que necesitan saber que
creemos en ellas, en su verdad.
Llegué a España en marzo del 2011. No
vine por elección, sino como una refugiada que tuvo que salir aprisa de
su país, Guatemala, por encontrarse en el lugar y el momento
equivocados. Él apareció justo entonces. Aunque intervinieron más
personas, se arrogó todo el mérito de haberme sacado del país. No cesó
de repetírmelo después: como si le debiera la vida y, por ello, tuviera
que pagarle con mi cuerpo.
Pero yo conocía de antes a Siddhartha M.
Había sido mi profesor en la universidad y, mientras fui su alumna, él
ya intentó ligar conmigo. Yo sabía de su fama de mujeriego y, aunque en
aquel momento no identifiqué su insistencia como acoso, lo rechacé
varias veces y seguí con mi vida.
Aparte de no sentir interés por él de
esa manera, me sentía obligada por las creencias religiosas en las que
fui criada a mantenerme virgen hasta que encontrara a la persona
correcta. En Guatemala, siempre tuve le sensación de tener que
protegerme. Reglas sencillas para mantenerme a salvo: nunca ir sola de
noche por las calles y mantenerme lejos de extraños. Siguiéndolas, de
alguna manera sentía que tenía el control sobre mi vida y sobre lo que
me pasaba.
A diferencia de cuando llegué a España.
El aeropuerto ya fue todo un choque. Durante dos horas estuve ahí
plantada, entre personas que se reconocían y se abrazaban. Atrás quedaba
todo lo que había sido mi mundo hasta ese momento, lo que me daba
seguridad y cimentaba mi vida: mi familia, mis estudios, mis amigos. Y
por fin llegó él, una cara conocida en medio de toda esa gente, alguien
que prometió cuidar de mí.
O eso pensaba yo. Porque, haciéndome
creer que me había salvado, poco a poco fue adueñándose de mi vida.
Impuso sus reglas desde el momento en que llegué. Por ejemplo, me
convenció para guardarme el dinero de manera que, cuando lo necesitaba,
se lo tenía que pedir. Como él no tenía casa en Madrid, me tuvo
deambulando entre la casa de P., en Alameda de Osuna y la casa de M., en
Malasaña, ambos amigos suyos a los que yo no conocía y casa donde
siempre resultábamos los dos solos. No quiso llevarme a la sede de la
asociación que me recibiría, me mantenía siempre a su lado y controlaba
en todo momento con quiénes me relacionaba.
Nunca había sido tan vulnerable ni había
estado tan indefensa como en aquellos días, y él lo sabía. Ahora sé que
ya tenía decidido que me rompería emocional y físicamente. De hecho,
los abusos físicos empezaron la primera noche en Madrid. Pese a que le
dije que estaba agotada del viaje, me llevó del aeropuerto a la casa
donde decidió que dormiríamos dando un larguísimo rodeo a pie. Llegué
allí completamente desorientada y, sin apenas fuerzas para mantener los
ojos abiertos, me encontraba sus manos hurgando en mi cuerpo. Hasta
llegué a pensar que había sido un mal sueño. Pero, a la mañana
siguiente, me lo dijo con toda naturalidad:
– “Ayer te toqué el culo, espero que no te importe”.
Ante mí lo hacía parecer un juego, y el
reto que se impuso fue doblegarme y que yo aceptara el papel que me
había asignado. En su juego, yo era una niña ignorante de sus propios
deseos, que decía “no” cuando en realidad quería decir “sí”. Él se
reservaba el rol de maestro que me mostraría los “placeres del sexo”,
aunque yo no quisiera. Estaba seguro de que conocía mis necesidades
mejor que yo misma. También decía ser superior al resto de los hombres,
porque se atrevía a vivir la vida que los demás deseaban, con decenas de
amantes que lo respetaban y a quienes él adiestraba sexualmente para
luego dejarlas ir.
– “Yo no soy un hombre. No soy humano. Soy un oso. Puedo ser tu oso de peluche”.
Sabía ser encantador y me hacía creer
que era un amigo preocupado por mí. El único, ya que había logrado
aislarme y hacerse imprescindible en mi nueva vida. Situación que se
acentúo porque por aquellos días murió mi madre. Quedé devastada.
Entonces más que en otros momentos necesitaba confiar en él cuando me
decía que no haría nada que me dañara.
Pero la realidad era bien distinta. Ante mis negativas, él cambiaba rápidamente de disfraz:
– “También puedo ser un samurái”.
Cuanto más me negaba, más desafiante era
el juego para él. Me llamaba “necia”, “reprimida”, “berrinchuda”.
Mientras sus manos recorrían mi cuerpo me decía que él, a diferencia de
los demás hombres, tenía la determinación de un samurái. Y también su
autocontrol.
“Tus esquemas se están rompiendo y eso
te da miedo pero soy capaz de controlarme”, repetía mientras me quitaba
la camiseta: “¿Ves? Cualquier otro, en mi lugar, ya te habría violado”.
Dije que no. Siempre dije que no: lo
expresé con palabras, con forcejeos, con llantos. Pero él no paró. Así
que en algún momento, simplemente, mi ánimo se quebró y mi voz se ahogó.
Para él fue una victoria y ya no hubo límites.
En la que fue mi primera experiencia
sexual, Siddhartha M. me violó. Me obligó a llamarle “amo” y a repetir
que yo era “su puta”. No cumplir sus órdenes conllevaba un castigo. Me
hizo ver porno para aprender a practicarle felaciones. Después decidió
“acabar en alguno de mis agujeros”, lo que resultó en una penetración
por vía anal.
Ató un cinturón alrededor de mi cuello,
me hizo andar a cuatro patas, desnuda, y mirarme al espejo para
reconocerme como “su perra”.
“Su puta”. Así nombró lo que quedaba de
mí después de la demolición que poco a poco había hecho de todo lo que
yo era. “Si hablas de esto —dijo—, de mí ya saben que soy un libertino,
pero de ti todo el mundo pensará que eres eso, una puta”. Me hizo sentir
tanta vergüenza de mí misma que, efectivamente, no hablé de ello
durante mucho tiempo. Me lo guardé junto a mi sentimiento de miedo y
asco. Y me culpé una y mil veces sin poder explicarme lo que había
pasado.
Pero en la cena de Navidad de ese año,
en casa de una amiga, yo, que había estado conteniéndome durante tanto
tiempo, tuve una terrible crisis de ansiedad y conté lo que pude. Desde
el primer instante ella creyó en mí y, a pesar de que él también era
conocido suyo, me motivó para denunciar. Pero yo no estaba preparada.
La segunda persona a quien decidí
contarle todo fue a S., la ex-esposa de mi agresor. Ambos mantenían una
relación muy íntima y yo veía en ella a una especie de segunda madre
aquí en España. Pero, como una madre que elige proteger a su hombre y no
a sus hijas, S. no quiso apenas saber del asunto. Le escribí una carta
para explicar lo ocurrido. Me dijo que mentía y que todo lo que hubiera
pasado entre nosotros dos habría sido fruto de una relación consensuada
entre adultos.
Me costaba dormir, comer, levantarme por
las mañanas, salir de casa… En muchos momentos, pensé que no valía la
pena seguir viviendo. Fui medicada por ansiedad y por depresión, pero la
medicación sólo conseguía anestesiarme. Cambié entonces a una psicóloga
especialista en agresiones sexuales y en algún punto comprendí que lo
que había pasado no era mi culpa, que él era un agresor sexual y que
debía enfrentar las consecuencias de sus actos.
Decidí iniciar un proceso judicial en su
contra. Creí en la justicia. Me equivoqué. El proceso fue devastador.
Pasé por varios juristas y psicólogos que ni comprendieron ni creyeron
mi historia, como tampoco la creyó, finalmente, la jueza del caso. Me
acribillaron a preguntas que no buscaban esclarecer los hechos, sino
convencerme de que era yo la culpable. Me hirió profundamente la
desconfianza y la falta absoluta de empatía con que me trataron. En esa
sala, las vejaciones a las que me había sometido mi agresor no eran más
que puntos en una enumeración burocrática destinada a acabar en un
archivo.
Finalmente, me hundió no sólo contemplar
cómo creyeron su versión, en la que incluso llegó a negar todo, sino
tener que tragar con prejuicios tales como que al tener estudios
superiores o pertenecer a una asociación no podía haber sido violada.
Así que volví a enterrar aquello de lo
que ya había comenzado a liberarme y seguí con mi vida como pude. Ahora,
me asusta imaginar a cuántas personas conocidas puede llegar este
relato y los dibujos que tanto me ayudaron a expresar lo que no podía
contar con palabras –esos que la forense ni siquiera quiso ver–, pero
también albergo la esperanza de que con ello pueda ayudar: a poner en
contacto a otras mujeres en mi situación, a plantear que existen
violaciones de las que nadie habla y, sobre todo, a decirles a todas las
mujeres que han pasado por algo así, a todas las que han asumido una
culpa inmerecida cuando un conocido las violó: “Yo te creo”.
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